Alas

Nunca me llamaron la atención los coches. Tal es así, que de niño me dedicaba a mordisquear los “autitos” de colección que tenía mi hermano mayor. Aún más escalofriante era el destino de aquellos que pasaban directamente a ser aplastados.
Pero una vez, intente que me interesaran. Mi tío Alfredo tenía un Peugeot 505 color marrón. Una noche de verano de 1985, me hizo creer que éste podía de volar. Que con solo apretar el botón rojo con forma de triangulito ubicado en el salpicadero, dos tremendas alas explotarían por debajo  y en pocos minutos seríamos capaces de estar sobrevolando las montañas cordilleranas de la Patagónia.
Corrí al teléfono para avisar a mi mejor amigo. Insistí en que le pidiera permiso a su mamá para que lo dejara venir conmigo y mis primos a dar una vuelta por el cielo.

Esta experiencia consiguió que: definitivamente, jamás me interesaría nada fuera del 2cv y que no hace falta tener alas para volar. Basta con un poco de imaginación, buenos amigos y…un tío gracioso.    

   

Amor amarillo

Las últimas luces del atardecer se ahogan en el horizonte. Una taza de café y la música de U2, desanudan el enredo que hay en mi cabeza. 
Pienso en que muchas de las partes que ahora componen mi 2cv, fueron donativos desinteresados y otras tantas ha habido que comprarlas en empresas dedicadas a la refabricación y en desguaces. Y en referencia a esto ultimo, he llegado a la conclusión que la mayoría de los 2cv han sido abandonados por personas que buscaban la comodidad, la practicidad y como no, un mayor reclinamiento del asiento.
Imagino (con imaginación de niño) esos vastos y grises desguaces putrefactos, auténticos cementerios de automóviles (como el que sale en Superman III) que en otros tiempos, fueron ellos grandes e inseparables compañeros de camino y que sin chistar, se dejaban tratar con un poco de alambre si era necesario para continuar.
Hoy, para lo único se sirve el alambre en un “supercoche”, es para rallarlo.
Me gusta pensar que los coches antiguos disfrutan de una comunión estrecha con el hombre. Hay cierta semejanza esencial.  Los modernos, en cambio, han escapado de ese círculo misterioso que los mantenía unidos. 
Cambio ahora de ritmo y en mis auriculares se desata una linda tormenta de Piano y Bandoneón.
Pongo marcha atrás y haciendo señas con la mano, le pido a las viejas y a mis recuerdos que me dejen pasar.
Busco en aquel que se resiste a olvidar. El que mantiene vivo el romance.
Mi historia de amor vislumbra a un niño de 8 años revoltoso y llorón, arriba de un 3cv amarillo patito. Me veo sentado en el regazo de mi padre aferrado con determinación a un volante marrón de pasta enseñándole a conducir.
El “tacatatac” del motor se hace notar, y con valentía se yergue ante el frío y mandón viento de la Patagónia Argentina.
Da unos cuantos tironcitos al salir. Mi padre lo atribuye a que el motor no ha alcanzado aún una temperatura idónea por culpa del frio. Por dentro, yo se que en realidad, él va pidiendo permiso.
Cambio mi rol de conductor por la de copiloto, pues nos dirigimos a la ruta y mi papá precisa de mis conocimientos para aconsejarle sobre las vicisitudes del camino. Una aguja inquieta e insegura,  se juega la vida entre los 70 y 90 km/h. El viento arremete feroz sobre la endeble carrocería y las aletas del 3cv se sacuden como las velas de un barco en medio de una tempestad Avanzamos con cara de rabia y mucha emoción en el discurrir.
De repente, un relámpago oscuro y soberbio nos adelanta, y los tres mosqueteros volvemos a quedar rezagados. El horizonte se vuelve infinito.
Sin animo de ser más rápidos, pero sí más astutos, emprendemos un duelo pirata que mantendremos durante casi 25km, hasta llegar al pueblo vecino. Estamos claramente en inferioridad.
Solo en una oportunidad y a mitad de camino, gracias a otro coche (creo que era un 405 Peugeot) que ha obstaculizado el paso, podemos “gambetear” al histérico.
Obviamente, la fiesta duró poco y volvimos a ser superados burlonamente en segundos.
Pero nunca se debe subestimar al 3cv. Su carácter noble y de incuestionable determinación, hará que nunca baje los brazos.
A pocos metros de llegar a la meta imaginaria, el BMW reduce su marcha. Da por hecha la victoria y afloja en la contienda. Rebaja en velocidad antes de llegar al otro pueblo.
Y es ahí cuando, asaltado por el despiste del adversario, el viejo bólido amarillo del ´76 con un rugido atronador, en el que se dieron cita - hoy estoy convencido de aquello - cuatro generaciones de “Dos Caballos”, aunaron fuerzas para darle el último, definitivo y glorioso empujón.
La aguja del marcador no volvió a titubear y se mantuvo estoicamente. Las aletas dejaron de ser susceptibles ante el alarido del viento. Dicen los duendes que nunca habían visto nada parecerse tanto a las alas de un halcón. Los pistones fueron martillo de Thor. El ventilador, un molino Quijotesco. El aceite hirviendo recorrió con ímpetu las entrañas del motor, como la sangre por las venas de Ona. Fue un rayo en la tierra que se superaba a sí mismo, manteniendo el ardor del guerrero herido.
Habíamos adelantado al moderno artilugio. Nunca volvimos a verlo. Desapareció. Se desintegró. Puff.
Me reservo el comentario de cómo nos sentimos. La fiesta. Las palmaditas en el tablero. Lo podrán imaginar.

No encuentro consuelo al regresar a casa. Quiero continuar de peregrinaje por mi barrio, que con su invierno haciendo esquina, me saluda mientras pisamos los charquitos congelados.
Aparcamos. El motor se detiene. Bajamos bamboleantemente orgullosos. Una sonrisa nos une en profunda complicidad. Antes de entrar a casa, quiero despedirme del 3cv.
Haciendo un guiño de ojo, le doy las gracias por ésta aventura y por haber jugado conmigo.

Ese fue el comienzo. El de un romance que aún hoy se mantiene a salvo.
Y que si el olvido no consigue su propósito, gracias a la fuerza y el poder universal de la magia, trascenderá en el tiempo y el espacio.

Samba para no morir

Como en cámara lenta, recojo las llaves que reposan en una de las estanterías de la cocina.
Están frías y yo las sacudo como si fueran cascabeles quitándole el hielo de la espera.
Es la ceremonia previa al reencuentro.
Sus ojos amarillos me observan bajar la cuestecita que tiene la cochera (así se le llama al parking comunitario en España). Mientras bosteza, aprovecho para medir el nivel de aceite. Compruebo que no tenga los cables cruzados. Una caricia, contacto, un poco de aire y el susurro de siempre a unos oídos que no tiene, pero que escuchan todo…
Y su respuesta llega a la primera, es la misma de siempre: vencedor del olvido y la muerte.
Es la ceremonia propia del reencuentro.
Primera, esquina, segunda, semáforo, primera, segunda, cuesta, rotonda, cuesta de nuevo, “a mí no me cuesta”, tercera, cuarta, velocidad crucero… duendes, ángeles, luz…  mucha luz.
Caigo en la dulce fascinación que me produce avanzar. Me estiro, relajo los hombros, ventanilla arriba, saco el brazo y mi mano baila una sevillana.  Saboreo el aire de la campiña. Nos saludan los olivos. Obstáculo, de cuarta a tercera y un rugido me recuerda que la perfección no existe. No importa  -le digo-  no es culpa tuya.
Me impregno de imágenes y sensaciones. La vida transcurre diferente vista desde adentro del 2cv.  
En esta dulce calma que todo lo tiñe, no puedo dejar de sentirme afortunado.
Llevo conmigo un estandarte imaginario hecho de la misma materia que los sueños.
El mismo que, mucho antes que yo, transportaron amigos que no conozco y que ya han desaparecido.
En él, y con letras de oro, puedo leer la palabra libertad.
Ahora pienso en ellos, en sus vidas más allá de estas regiones, repartidas por el mundo, con sus historias personales, sus trabajos, sus indignaciones, sus alegrías, con sus esposas, con sus hermanas…
Se de algunos, recuerdo sus nombres. Eso no se olvida.
Ahora estoy en ellos, y ellos en mí.
Intento simplemente compartirlo contigo, que estas de ese lado y que quizás sientas lo mismo.
Ésto forma parte de nuestro secreto, es nuestro guiño cómplice.
El 2cv es una excusa para ir sereno por el camino de la vida. Es nuestro corcel que nos ayudará a llegar más lejos en búsca de luz.
Nos hemos encontrado. No cometamos el error de olvidar nuestro propósito.
Cuando vuelvo a casa y lo dejo descansar en el pequeño espacio reservado para él, le doy las gracias. Gracias por llevarme a ver lo que he visto. Por haber estado conmigo. Por  moverse al son de los rayos de sol. Por no haberme abandonado silenciosamente en la carretera como hacia cuando aún no nos conocíamos. Por darle cobijo a los fantasmas que me cuentan estas historias. 


Bitácora de Andares I

Intento abrir una gran caja, tan cargada de interrogantes que me confunden, no sé cómo y de qué forma comenzar. Ella es mi corazón. Este blog será desde hoy - como dice el tango- centinela de mis promesas de amor.
Quiero hablar de mi “dos caballos”. Es decir: mi Citroën 2cv.
Mientras espero que en estos días se termine la restauración total, pido a la musa inspiradora  y a esta taza de té humeante - amiga inseparable de tantos recogimientos -  que con su mezcla de yerbas aromáticas, me ayuden a dar forma a este ejercicio literario que me he encomendado divulgar. Para encontrar una respuesta, un bálsamo, que alivie estas horas de embrujo.
Los días se eternizan. Son horas largas como una vuelta al mundo.
Son diez meses aguardando el instante del reencuentro. Son un sin fin de emociones.
Si nos pudiéramos librar por un momento de la infatigable rueda de emociones que nos arrastran sin piedad por los caminos de la impaciencia, llegaríamos a los objetivos con cierta liviandad. Pero si no hubiera dudas, si no hubiera emociones, si no existiera la espera y la impaciencia, no sería ésta (como me ha gustado llamare y sentirme de nuevo) “la espera del niño”
Y no hay nada que se haya parecido más –  o por lo menos para mi –
Por momentos he sentido cierta similitud al recordarme de niño, esa emoción que todo lo puede cuando esperaba mi cumpleaños, a los reyes magos o simplemente, un regalo que viene de lejos. Viéndolo de esta forma, parecía un niño interesado y materialista pero lo que en realidad me importaba era jugar.
Y ya que nos ponemos, quiero dejar claro que soy de los que piensan que los niños no deberían esperar. Ellos manejan mejor que nadie la concepción del tiempo.
A los ojos de los mayores, es una idea difícil de entender. Creen y se auto convencen, de  hay un problema. Llamémosle de hiperactividad, de conducta… ¡de sueño!
El problema lo tienen ellos. Y es el haber perdido demasiado tiempo en detalles insignificantes, alimentando un mundo que se volvió gris y mecánico. Es como haber perdido agua de las acuarelas.
Hay algo de magia en el pataleo, en el “refunfuño” diario por lo que se espera y no termina de llegar. La imaginación es libre, aparecen reinos mágicos con senderos de baldosas amarillas, se puede llegar a cualquier parte…. incluso a la Luna.
El tiempo transcurre lentamente, la atención no es dispersa… y estar en ninguna parte es cosa de adultos.
Sí, los niños no saben ni deberían esperar.
Y yo no puedo hacerlo esperar. Debo dejarlo hablar. Solo él puede manifestarse y decir la verdad. Quiero contar mis experiencias y sensaciones con el 2cv, como si tuviera de nuevo 8 años.
Tuve la suerte hace unos días volver a leer El Pricipito.  Me dí cuenta, que en algún momento, me he olvidado de ese niño caprichoso y soñador que fui, dejándolo dormido en mi interior, ocupándome de asuntos menos importantes. Cai en la cuenta de que ya no era capaz de ver la “ovejita dentro de la caja”… te pido perdón.
Desde ahora, mi tarea será: deshollinar todos los días mis volcanes interiores y podar los Baobabs que con sus hojitas de refutador, vengan a interrumpir mis pataleos, resongos y… sonrisas.

Así comienza ésta historia.  La de él, un 2cv de 1967 que alguien con poca imaginación y poco tiempo para buscarle un nombre bonito, decidió recluirlo en un simple código: azam6. Pero gracias a ese código, con la ayuda de algunos amigos que comparten la misma afición, nos encargaremos de develar. Y así, los del tiempo, del espacio y de la vida.

Gracias Mariano por inspirarme.
Mario Antonio Herrero Machado. Esta foto se tomó el 12 de julio, 1980 en Córdoba, Argentina.